Buenos días a todos y a todas:
Olegario Zampabollos es feliz. Siempre ha sido feliz. Cuando nació pesó más de lo normal y desde entonces se convirtió en el orgullo de la familia. ¿Huy! qué niño más hermosote, y lo sonrosado que está, qué bien, qué guapo que es el niño... y no como ese canijo que nació anoche, el de la habitación de al lado, que parece que está enfermito, el pobre. Pero el nuestro no, que está gordote y hermosote, se le ve sano y sonriente, incluso cuando el médico le ha dado en el culete y ha llorado, ha sonreido a su madre, como dando las gracias.
Con el tiempo, cambiaron las cosas. El niño Olegario siguió siendo hermosote. Y cuando los niños del colegio le hacían burla y le decían crueldades:"Olegario, cara canario", "Zampabollos, comepollos", "Seboso, caradeeoso" y cosas peores, el niño ni se inmutaba. Él sabía que que no era como los demás, que pesaba casi el doble que sus compañeros de clase, pero le daba igual. Estaba encantado con eso de ser diferente, porque de ese modo nunca le confundirían con los otros. Además, como sacaba muy buenas notas, cuando terminaba el curso, sus padres le llevaban a comer a un restaurante muy bueno de la ciudad, y allí, Olegario disfrutaba una barbaridad. Se ponía tibio de todo, repetía por lo menos una vez de cada plato. ¡¡¡¡Y los postres!!! Los postres eran lo mejor, se comía por lo menos tres pasteles de chocolate, de nata y de crema... que el merengue no le gustaba, le parecía empalagoso y no le gustaba... qué le vamos a hacer.
Olegario creció sin hacer caso a sus compañeros de colegio, cuando el instituto, no hizo caso a sus compañeros de instituto, y cuando estudió medicina y sus compañeros de facultad le decían que comer tanto no podía ser bueno, ni sano ni nada, Olegario no hizo caso a sus compañeros de facultad. Como siempre sacó muy buenas notas, Olegario terminó muy pronto la carrera y puso una consulta muy coqueta en una calle céntrica de la ciudad. Muy pronto, comenzó a ganar dinero, y el dinero le hacía feliz, porque con el dinero podía comer todos los manjares que se le antojaran.
Así pasó varios años, trabajando y comiendo, comiendo y trabajando, engordando su cuerpo y su cartera, porque era un médico muy bueno y ganaba mucho dinero y comía mucho y le gustaba mucho comer. Pero una noche, después de meterse entre pecho y espalda tres platos de paella, dos chuletones de buey, una enorme ensalada, dieciséis croquetas de pollo, cinco pasteles de nata, dos tabletas de turrón (del blando) y un yogurt, Olegario Zampabollos se quedó dormido viendo la televisión, durmió unas horas y cuándo se despertó vio algo que le dejó impresionado, algo que marcó desde aquel momento lo que desde entonces sería la vida de Olegario. Olegario vio, primero con perplejidad, luego con disgusto y finalmente con una inmensa pena las imágenes de un documental sobre algún país africano, con niños que no pesaban ni la quinta parte de aquellos que se burlaban de él en el colegio, con niños que nunca habían comido las cosas que él había comido... con niños que se morían de hambre.
Olegario nunca había reflexionado sobre la posibilidad de que alguien pudiese morir de hambre, era una sensación que el desconocía. Él sólo había sentido apetito, que es el hambre de los que no pasan hambre. No era la primera vez que Olegario veía uno de esos documentales, pero esta vez era distinto: Una niña moribunda, sin más cuerpo que un montón de huesos, una niña que posíblemente ya estaba muerta en el momento de la emisión del documental, una niña condenada en el momento de nacer le miró... no, no miró a la cámara, le miró a él, a Olegario... le miró con unos ojos verdes que a él se le antojaron preciosos, con unos ojos que no le reprocharon nada, unos ojos en los que sólo se reflejaba el desierto. La niña le miró sólo un segundo, pero a Olegario le pareció un siglo. Intentó mantener la mirada de la niña, una mirada de infinita ternura, de infinita profundidad, de infinito sufrimiento. Luego nada... el desierto, la arena, más niños, una dirección y un teléfono. Olegario se levantó despacio, caminó lentamente hasta el baño, con la mirada de aquella niña aún en los ojos. Y con la mirada de aquella niña aún en los ojos se inclinó sobre la taza y expulsó de su organismo toda su cena, y siguió inclinado sobre la taza hasta que hubo expulsado todas las cenas y comidas de su vida. Y allí continuó toda la noche, apoyado sobre la taza y con la mirada de aquella niña aún en sus ojos.
Al día siguiente se incorporó muy despacio, y muy despacio se duchó, y deespacio fue a su consulta, con la lentitud del que sabe a ciencia cierta lo que quiere hacer. Y desapareció de la ciudad. Nunca más se supo de él. Pero desde entonces se cuenta una leyenda en muchos países africanos sobre un hombre blanco... un hombre blanco muy delgado que aparece de repente cuando en las aldeas necesitan ayuda, un hombre blanco tan delgado que parece un espíritu y que debe ser el de un antuguo y poderoso brujo porque sana cualquier enfermedad sólo con las manos. Un hombre blanco que aparece caminando despacio, con su delgado cuerpo balanceándose con el viento, toma la cabeza de los enfermos entre sus manos, les mira fijamente a los ojos unos segundos y todas las dolencias desaparecen.
Hay quién piensa que el secreto mágico del espíritu del hombre medicina no está en sus manos... sino en sus ojos, unos ojos que miran fijamente, unos ojos que reflejan una infinita ternura, una infinita profundidad... pero también un infinito sufrimiento... Pero se trata sólamente de una leyenda.
Sean bienvenidos a una mañana más de radio. Bienvenidos a EL CANTO DEL GALLO.
En el programa han sonado: Bob Marley, David Bowie y Leño