22-8-08 EL TEMPLO
Yo no lo hice, señor comisario, se lo juro. Yo sólo entré a rezar. Fui allí en busca de un poco de consuelo para mi alma atormentada.
No siempre estaba de acuerdo con sus sermones. Muchas veces incluso me sacaba de quicio su aire de superioridad, ese modo que tenía de subir al púlpito, despacio, disimulando su cojera, con las manos entrelazadas justo por debajo del pecho y sus ojos saltones casi cerrados, como respirando ¿sabe?, como masticando una verdad superior sólo por él conocida.
Así subió al púlpito el día de su primer sermón, antes de que todo empezase, cuándo éramos sólo unos pocos los que asistíamos regularmente a los oficios. Y así volvió a subir al día siguiente, y al siguiente, y al otro, y cada día éramos más los que le escuchábamos, boquiabiertos y admirados, admirados de su vehemencia, de su brutal y salvaje capacidad para decir justo aquello que queríamos oír.
Y cada día el mismo ritual: subía despacio los treinta escalones del púlpito, sus pasos reverberaban en el aire inciensado del templo como si fuesen aldabonazos en la puerta de Dios. Se paraba en lo alto y se hacía el silencio, y nos miraba. Nos miraba a todos y cada uno de nosotros, nos examinaba uno por uno sin separar las manos, aún entrelazadas justo por debajo del pecho. Después... silencio, volvía a mirar. Su figura se recortaba contras las vidrieras en la penumbra del templo, separaba las manos... y hablaba... y cuando hablaba se abrían la tierra y el cielo para escuchar su palabra.
Creo que él siempre supo lo que iba a ocurrir, que siempre estuvo seguro de que seríamos más y más cada vez los convencidos, los que extenderíamos su mensaje hasta terminar creando este ejército de apóstoles que ha tomado las calles a sangre y fuego. Pero es que cuándo él hablaba no escuchábamos su voz, señor comisario. Era la voz del mismísimo Dios la que oíamos, se lo juro, una voz que surgía de cada pared del templo, de cada piedra, de cada una de nuestras almas. Era una voz salida del centro de la tierra, una voz llena de convicción, de indignación, de ira... de odio.
Y nosotros le creímos. Y muchos le siguen creyendo, a pesar de lo ocurrido.
Aquel día fui al templo temprano. Hacía treinta días que había estallado la revuelta y mi conciencia no me dejaba dormir. Nunca pensé que matar a un hombre fuese tan fácil. Imagínese, yo, un simple taxista, liderando un escuadrón de desinfección y purga. Cada día salíamos a la calle a matar a los traidores, a los que nos habían robado las calles, el sueldo, el concepto de familia, la unidad nacional, la moral de nuestros hijos... todo aquello en lo que habíamos creído desde siempre.
Matábamos, degollábamos, quemábamos, descuartizábamos, primero a los culpables, después a los sospechosos, luego a los indecisos... y finalmente a cualquiera que no fuésemos nosotros.
Aquel día fui a verle, cómo le decía, temprano. Hacía varias noches que no podía dormir pensando en la sangre y el olor a carne quemada, obsesionado por los gritos de aquella niña que días atrás nos había dado tanto placer mientras pudimos mantenerla con vida.
Cuándo llegué él estaba ordenando unos papeles en la sacristía. Parecía tranquilo, satisfecho por el resultado de sus arengas, orgulloso de ser el líder, ideólogo y adalid de una verdadera revolución. Me saludó con una sonrisa y el abrazo que sólo brindaba a sus lugartenientes más queridos.
Yo le apreciaba, se lo juro, comisario, le hubiese seguido hasta el fin del mundo. Hubiese dado mi vida por él, por amor de Dios ¿cómo iba yo a hacerle semejante barbaridad? Es cierto que discutimos. Es cierto que incluso nos insultamos. Cuándo le pregunté a dónde nos llevaba todo ésto me miró con ojos misericordiosos y me puso una mano en el hombro. Me preguntó si tenía dudas y yo, mirándole a los ojos mientras una lágrima caía por mi mejilla, le dije que sí. En ese momento sus ojos se inyectaron en sangre y me dio una bofetada, una bofetada seca cuyo eco resonó en el templo durante un instante que me pareció un siglo, y me dijo “¡maricón... Dios no quiere maricas en su ejército!”
Le juro, señor comisario, que yo no lo hice. Le juro que tras esa bofetada... no, en realidad fue justo después de aquella palabra... se detuvo el tiempo y se abrieron el cielo y la tierra... le juro que lo vi, señor comisario, tan claro y tan nítido cómo le estoy viendo ahora a usted. Vi a Dios hacerlo, vi a Dios agarrarle con una sola mano y zarandearle cómo a un pelele justo antes de arrancarle a dentelladas la lengua, los ojos y las entrañas, cómo Saturno devorando a uno de sus hijos, a su hijo predilecto, al más querido y hermoso de sus hijos. Juro, señor comisario, que yo no lo hice. Juro que vi a Dios hacerlo y juro que vi a Dios llorar mientras lo hacía...
Si las paredes del templo pudiesen hablar le contarían lo mismo, señor comisario, exactamente lo mismo.
VIDEO DEL DÍA: TOM PETTY, JEFF LYNNE y PRINCE "WHILE MY GUITAR GENTLY WHEEPS" (the beatles)
5 Comments:
Oleeeeeeeeee
eso eso quiero je
Besicos
Glup... estoy todavía asimilándolo.
Felicidades,
S.
jejeje, me alegra que os haya gustado. Se trata de un cuento que escribí por encargo, para un libro que se iba a editar con temas de terror y misterio y tal... y escribí sobre lo que más pánico me da en el mundo...
lo mismo se termina editando algún día, porque de momento sigue el proyecto parado, por eso lo he puesto aquí, para compartirlo con quién lo quiera.
el lunes pondré un nuevo monólogo, para recuperar el tono humorístico natural del blog
muaaaaacks!!!
Soberbio. Llevo tres minutos intentado pensar algo más para añadir a mi comentario, pero lo dejo aquí. Soberbio.
joder, Ruidoperro, me alegras el día con tu comentario. Me alegra muchísimo que te haya gustado. Gracias por pasarte por aquí
un abrazo
josé carlos
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